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lunes, 9 de marzo de 2009

El hombre Light

ANÁLISIS DEL LIBRO POR CAPITULOS.
I. EL HOMBRE LIGHT.
Perfil psicológico.
Es un hombre bien informado pero con escasa educación y muy entregado al
pragmatismo y a los tópicos. Todo le interesa pero a nivel superficial.
Es un sujeto trivial, ligero, frívolo, lo acepta todo, pero carece de criterios sólidos. Todo
para él es etéreo, leve, volátil, banal, es permisivo.
Utiliza frases como " Qué más da", "Todo vale" o "las cosas han cambiado", que
demuestran el vacío que se encuentra en él, un vacío moral.
"Sufre" cambios muy rápidos que le desconciertan. Entonces se dan en la realidad unos
aspectos característicos:
Materialismo: cierto reconocimiento social por ganar mucho dinero.
Hedonismo: pasarlo bien a costa de lo que sea, muerte de los ideales, el vacío de sentido
y la búsqueda de una serie de sensaciones cada vez más nuevas y excitantes.
Permisividad: arrasa los mejores propósitos e ideales.
Revolución sin finalidad y sin programa: la ética permisiva sustituye a la moral.
Relativismo: cae en la absolutización de lo relativo, brotan así unas reglas presididas
por la subjetividad .
Consumismo: formula postmoderna de la libertad.
Surgen entonces en la sociedad las" nuevas enfermedades", que se admiten como algo
inevitable.
Rupturas conyugales.
Drogas.
Paro.
Este ser posee un pensamiento débil de convicciones sin firmeza, asepsia en sus
compromisos, indiferencia, se guía por lo que se lleva, lo que está de moda.
El ideal aséptico.
El hombre Light no corre riesgos, va con la seguridad por delante, no cree en casi nada
y sus pensamientos cambian rápidamente, es vulnerable, se siente indefenso, no hace las
cosas con pasión.
Lo que desea es poder, fama, un buen nivel de vida. Es un hombre sin vínculos,
descomprometido. Para que esto cambiase se necesitaría un sufrimiento muy grande que
le sugiriese hacer un balance personal e iniciar una andadura más digna. Debe llegar a
dos conclusiones:
GENERALES: ayudan a interpretar mejor la realidad actual, en su complejidad.
PERSONALES: que surja un ser humano más consistente, vuelto hacia los valores y
comprometido con ellos.

Si desea leer el libro completo escribame y se lo doy como regalo.

viernes, 10 de octubre de 2008

ENFERMEDAD MENTAL


El aspecto Físico y la enfermedad Mental, Enfoque TerapéuticoVanesa Aliseda Monjas, monitora. Paula Morales García, terapeuta ocupacional.(Centro de Rehabilitación Psicosocial de Alcobendas. Acción y Gestión Social Grupo 5).
Actualmente en la sociedad nuestra forma de vestir, nuestro aspecto, nuestra forma de comportarnos… influyen en la imagen que los demás tienen de nosotros. Para tratar de mostrar una buena imagen invertimos tiempo, dinero, atención… acomodándonos a lo que socialmente está aceptado y está bien visto.
Las características de algunas enfermedades mentales, llevan a las personas que las padecen a tener comportamientos distintos a lo esperado. Esto es, a aislarse, disminuir sus contactos sociales, disminuir su actividad diaria y todo ello les lleva a que muestren una imagen de si mismos deteriorada: descuido de la higiene diaria, de la forma de vestir, de peinarse de ir de acuerdo con lo que la comunidad en la que viven considera “normal”.Esta situación lleva en muchos casos a deteriorar no solo el aspecto, lo externo, sino lo que uno piensa de sí mismo y las atribuciones que los otros pueden hacer respecto a uno. Por este motivo, desde el CRPS (Centro de Rehabilitación Psicosocial) se aborda la imagen, proponiéndose distintos objetivos:
Integrar su imagen corporal:
Cuidar de la imagen externa: higiene, olor, limpieza de la ropa, estilo propio,…
Integrar su imagen: lo que soy lo observo, lo siento.
Aceptar su imagen: lo que soy versus lo que me gustaría.
Despertar interés por mantener una imagen agradable para uno mismo: el resultado social y personal de cuidarse, verse bien y sentirse cómodo con su imagen.
Utilizar elementos para el cuidado de la imagen de forma apropiada: productos, ropa, complementos, aparatos, trucos…
Explorar y modificar su propia imagen según sus gustos y preferencias: lo que se puede cambiar, lo que se quiere cambiar, perder el miedo a lo nuevo y disfrutar de ello.
Proporcionar espacios dónde contextualizar: ambiente, cultura,…
Las personas susceptibles de participar en este programa, pueden tener diferentes perfiles y diagnósticos, aunque sí tienen algo en común, esto es, la distorsión de su propia imagen.
Esta distorsión no es igual en todos los casos, en algunos la imagen está claramente supravalorada, mientras que en otros la distorsión tiende más hacia la infravaloración, pero en todos ellos observamos que cumple una función para el mantenimiento de sus roles y desempeño en la vida cotidiana.
El programa se trata no solo desde un punto de vista, sino desde lo que para nosotras es el conjunto del cuidado de la imagen: desde el punto de vista físico y estético (aspecto, ejercicio,…), desde el punto de vista nutricional (alimentación, hábitos…) y desde el punto de vista de la autopercepción (valores, intereses, autoestima…). Este sistema facilita la implicación y la expectativa de los participantes a lo largo del programa. Es decir, el tratamiento de la imagen desde distintos frentes consigue conectar en alguno de los temas con cada uno de los usuarios y despertar el interés por otros desconocidos hasta el momento.
Del mismo modo se tiene en cuenta la dificultad que tienen estas personas para producir cambios en relación a todos los aspectos de su vida, y concretamente en su imagen. Su trayectoria vital no ha facilitado la posibilidad de explorar Intentamos trabajar la imagen desde los valores e intereses propios de cada individuo, tratando de buscar que cada persona llegue a conocerse y explorarse, hasta que defina la imagen de sí mismo que desea tener y quiere mostrar.
Aspectos interesantes a tener en cuenta a la hora de intervenir:
La relación de la imagen con el proceso de duelo. Desde el principio tuvimos claro que teníamos que trabajar aspectos que iban a producir distintos tipos de respuesta: dolor, desconcierto, rechazo…, por ello tenemos que conseguir mitigar estas respuestas con dinámicas que tengan connotaciones agradables, de bienestar…
La idea es trabajar con cada uno de los usuarios el cambio, ese ajuste entre el antes de la enfermedad y el después, la integración de lo diferente, que en este caso es uno mismo, hacer el “duelo”de mi propia imagen antes y de quién soy y mi imagen ahora.
La motivación para el cambio. “Levantarme por la mañana, mirarme al espejo, acudir puntual al programa y escuchar OTRA VEZ: Tienes que cambiar”. Es fundamental que la motivación para el cambio esté en uno mismo, y no condicionada por familiares, profesionales, etc. Por ello es necesario el trabajo previo individual para conseguir interiorizar la necesidad de cambio.
Contextualizar. Otro aspecto importante es que a la vez que se consigue la motivación suficiente para iniciar cambios, se consiga que éstos tengan un contexto en el cual desarrollarse. Cada individuo está situado en un lugar específico dentro del ambiente: social, familiar… El papel que deben desempeñar debe definirse para lograr que la persona decida arreglarse, maquillarse, explorar su imagen, obtener el refuerzo necesario para que el cambio se mantenga y conseguir así participar de la construcción de esa nueva imagen interna. Por ello el programa se desarrolla no sólo dentro del centro de rehabilitación sino también fuera, acudiendo a centros comerciales, lugares de ocio….
Para finalizar, las profesionales que trabajamos este aspecto, queremos haceros partícipes de lo que supone para nosotras esta experiencia. En primer lugar ha sido una oportunidad para explorar, nos ha permitido plantearnos otras formas de entender a la persona, mirarla desde otro lugar y tratarla desde un punto de vista más completo. Además nos ha ayudado a empatizar más, a entender el miedo a sentirse y verse diferente, entendiendo que ellos ya son “diferentes” y que esta diferencia supone, en la mayor parte de los casos, mucho sufrimiento. Por último, reseñar el valor que para nosotras tiene esta experiencia, en la que se consigue una buena complementariedad de las aportaciones de las disciplinas de la Terapia Ocupacional y la Educación Social.
No somos solo lo que vemos, pero lo que vemos nos hace pensar en lo que somos.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Hombres y Sombras

José Ingenieros
Desprovistos de alas y de penacho, los caracteres mediocres son incapaces de volar hasta una cumbre o de batirse contra un rebaño. Su vida es perpetua complicidad con la ajena. Son hueste mercenaria del primer hombre firme que sepa uncirlos a su yugo. Atraviesan el mundo cuidando su sombra e ignorando su personalidad. Nunca llegan a individualizarse: ignoran el placer de exclamar "yo soy", frente a los demás. No existen solos. Su amorfa estructura los obliga a borrarse en una raza, en un pueblo, en un partido, en una secta, en una bandería: siempre a embadurnarse de otros. Apuntalan todas las doctrinas y prejuicios, consolidados a través de siglos. Así medran. Siguen el camino de las menores resistencias, nadando a favor de toda corriente y variando con ella; en su rodar aguas abajo no hay mérito: es simple incapacidad de nadar aguas arriba. Crecen porque saben adaptarse a la hipocresía social, como las lombrices a la entraña.
Son refractarios a todo gesto digno; le son hostiles. Conquistan "honores" y alcanzan "dignidades", en plural; han inventado el inconcebible plural del honor y de la dignidad, por definición singulares e inflexibles. Viven de los demás y para los demás: sombras de una grey, su existencia es el accesorio de focos que la proyectan. Carecen de luz, de arrojo, de fuego, de emoción. Todo es, en ellos, prestado.
Los caracteres excelentes ascienden a la propia dignidad nadando contra todas las corrientes rebajadoras, cuyo reflujo resisten con tesón. Frente a los otros se les reconoce de inmediato, nunca borrados por esa brumazón moral en que aquéllos se destiñen. Su personalidad es todo brillo y arista:
"Firmeza y luz, como cristal de roca",
breves palabras que sintetizan su definición perfecta. No la dieron mejor Teofrasto o Bruyére. Han creado su vida y servido un Ideal, perseverando en la ruta, sintiéndose dueños de sus acciones, templándose por grandes esfuerzos: seguros en sus creencias, leales a sus afectos, fieles a su palabra. Nunca se obstinan en el error, ni traicionan jamás a la verdad. Ignoran el impudor de la inconstancia y la insolencia de la ingratitud. Pujan contra los obstáculos y afrontan las dificultades. Son respetuosos en la victoria y se dignifican en la derrota como si para ellos la belleza estuviera en la lid y no en su resultado. Siempre, invariablemente, ponen la mirada alto y lejos; tras lo actual fugitivo divisan un Ideal más respetable cuanto más distante. Estos optimates son contados; cada uno vive por un millón. Poseen una firme línea moral que les sirve de esqueleto o armadura. Son alguien. Su fisonomía es la propia y no puede ser de nadie más; son inconfundibles, capaces de imprimir su sello indeleble en mil iniciativas fecundas. Las gentes domesticadas los temen, como la llaga al cauterio; sin advertirlo, empero, los adoran con su desdén. Son los verdaderos amos de la sociedad, los que agreden el pasado y preparan el porvenir, los que destruyen y plasman. Son los actores del drama social, con energía inagotable. Poseen el don de resistir a la rutina y pueden librarse de su tiranía niveladora. Por ellos la Humanidad vive y progresa. Son siempre excesivos; centuplican las cualidades que los demás sólo poseen en germen. La hipertrofia de una idea o de una pasión los hace inadaptables d su medio, exagerando su pujanza; mas, para la sociedad, realizan una función armónica y vital. Sin ellos se inmovilizaría el progreso humano, estancándose como velero sorprendido en alta mar por la bonanza. De ellos, solamente de ellos, suelen ocuparse la historia y el arte, interpretándolos como arquetipos de la Humanidad.
El hombre que piensa con su propia cabeza y la sombra que refleja los pensamientos ajenos, parecen pertenecer a mundos distintos. Hombres y sombras: difieren como el cristal y la arcilla.
El cristal tiene una forma preestablecida en su propia composición química; cristaliza en ella o no, según los casos; pero nunca tomará otra forma que la propia. Al verlo sabemos que lo es, inconfundiblemente. De igual manera que el hombre superior es siempre uno, en sí, aparte de los demás. Si el clima le es propicio conviértese en núcleo de energías sociales, proyectando sobre el medio sus características propias, a la manera del cristal que en una solución saturada provoca nuevas cristalizaciones semejantes a sí mismo, creando formas de su propio sistema geométrico. La arcilla, en cambio, carece de forma propia y toma la que le .imprimen las circunstancias exteriores, los seres que la presionan o las cosas que la rodean; conserva el rastro de todos los surcos y el hoyo de todos los dedos, como la cera, como la masilla; será cúbica, esférica o piramidal, según la modelen. Así los caracteres mediocres: sensibles a las coerciones del medio en que viven, incapaces de servir una fe o una pasión.
Las creencias son el soporte del carácter; el hombre que las posee firmes y elevadas, lo tiene excelente. Las sombras no creen. La personalidad está en perpetua evolución y el carácter individual es su delicado instrumento; hay que templarlo sin descanso en las fuentes de la cultura y del amor. Lo que heredamos implica cierta fatalidad, que la educación corrige y orienta. Los hombres están predestinados a conservar su línea propia entre las presiones coercitivas de la sociedad; las sombras no tienen resistencia, se adaptan a las demás hasta desfigurarse, domesticándose. El carácter se expresa por actividades que constituyen la conducta. Cada ser humano tiene el correspondiente a sus creencias; si es "firmeza y luz", como dijo el poeta, la firmeza está en los sólidos cimientos, de su cultura y la luz en su elevación moral.
Los elementos intelectuales no bastan para determinar su orientación; la febledad del carácter depende tanto de la consistencia moral como de aquéllos, o más. Sin algún ingenio, es imposible ascender por los senderos de la virtud; sin alguna virtud son inaccesibles los del ingenio. En la acción van de consuno. La fuerza de las creencias está en no ser puramente racionales; pensamos con el corazón y con la cabeza. Ellas no implican un conocimiento exacto a de la realidad; son simples juicios a su respecto, susceptibles de ser corregidos o reemplazados. Son instrumentos actuales; cada creencia es una opinión contingente y provisional. Todo juicio implica una afirmación. Toda negación es, en sí mismo, afirmativa; negar es afirmar una negación. La actitud es idéntica: se cree lo que se afirma o se niega. Lo contrario de la afirmación no es la negación, es la duda. Para afirmar o negar es indispensable creer. Ser alguien es creer intensamente; pensar es creer; amar es creer; odiar es creer; vivir es creer.
Las creencias son los móviles de toda actividad humana. No necesitan ser verdades: creemos con anterioridad a todo razonamiento y cada nueva noción es adquirida a través de creencias ya preformadas. La duda debiera ser más común, escaseando los criterios de certidumbre lógica; la primera actitud, sin embargo, es una adhesión a lo que se presenta a nuestra experiencia. La manera primitiva de pensar las cosas consiste en creerlas tales como las sentimos; los niños, los salvajes, los ignorantes y los espíritus débiles son accesibles a todos los errores, juguetes frívolos de las personas, las cosas y las circunstancias. Cualquiera desvía los bajeles sin gobierno. Esas creencias son como los clavos que se meten de un solo golpe; las convicciones firmes entran como los tornillos, poco a poco, a fuerza de observación y de estudio. Cuesta más trabajo adquirirlas; pero mientras los clavos ceden al primer estrujón vigoroso, los tornillos resisten y mantienen de pie la personalidad. El ingenio y la cultura corrigen las fáciles ilusiones primitivas y las rutinas impuestas por la sociedad al individuo: la amplitud del saber permite a los hombres formarse ideas propias. Vivir arrastrado por las ajenas equivale a no vivir. Los mediocres son obra de los demás y están en todas partes: manera de no ser nadie y no estar en ninguna.
Sin unidad no se concibe un carácter. Cuando falta, el hombre es amorfo o inestable; vive zozobrando como frágil barquichuelo en un océano. Esa unidad debe ser efectiva en el tiempo; depende, en gran parte, de la coordinación de las creencias. Ellas son fuerzas dinamógenas y activas, sintetizadoras de la personalidad. La historia natural del pensamiento humano sólo estudia creencias, no certidumbres. La especie, las razas, las naciones, los partidos, los grupos, son animados por necesidades materiales que los engendran, más o menos conformes a la realidad, pero siempre determinantes de su acción. Creer es la forma natural de pensar para vivir.
La unidad de las creencias permite a los hombres obrar de acuerdo con el propio pasado: es un hábito de independencia y la condición del hombre libre, en el sentido relativo que el determinismo consiente. Sus actos son ágil es y rectilíneos, pueden preverse en cada circunstancia; siguen sin vacilaciones un camino trazado: todo concurre a que custodien su dignidad y se formen un ideal. Siempre están prontos para el esfuerzo y lo realizan sin zozobra. Se sienten libres cuando rectifican sus yerros y más libres aún al manejar sus pasiones. Quieren ser independientes de, todos, sin que ello les impida ser tolerantes: el precio de su libertad no lo ponen en la sumisión de los demás.
Siempre hacen lo que quieren, pues sólo quieren lo que está en sus fuerzas realizar. Saben pulir la obra de sus educadores y nunca creen terminada la propia cultura. Diríase que ellos mismos se han hecho como son, viéndoles recalcar en todos los actos el propósito de asumir su responsabilidad.
Las creencias del Hombre son hondas, arraigadas en vasto saber; le sirven de timón seguro para marchar por una ruta que él conoce y no oculta a los demás; cuando cambia de rumbo es porque sus creencias de la Sombra son surcos arados en el agua; cualquier ventisca las desvía; su opinión es tornadiza como veleta y sus cambios obedecen a solicitaciones groseras de conveniencias inmediatas. Los Hombres evolucionan según varían sus creencias y pueden cambiarlas mientras siguen aprendiendo; las Sombras acomodan las propias a sus apetitos y pretenden encubrir la indignidad con el nombre de evolución. Si dependiera de ellas, esta última equivaldría a desequilibrio o desvergüenza; muchas veces a traición.
Creencias firmes, conducta firme. Ése es el criterio para apreciar el carácter: las obras. Lo dice el bíblico poema: ludicaberis ex operibus vestris, seréis juzgados por vuestras obras. ¡Cuántos hay que parecen hombres y sólo valen por las posiciones alcanzadas en las piaras mediocráticas! Vistos de cerca, examinadas sus obras, son menos que nada, valores negativos. Sombras.

Si desea profundizar en el tema,pida su libro electrónico al correo

edmolin989@gmail.com

martes, 2 de septiembre de 2008

TELEVIOLENCIA

Los estudios sobre los efectos de la representación de la violencia en los medios se pueden clasificar en dos pares de interpretaciones opuestas: la teoría de los efectos inmediatos, frente a la de los efectos a largo plazo; y la teoría de los efectos catárticos, frente a la de los efectos miméticos.

La teoría de los efectos a corto plazo predominaba en los años 30 y 40. Los acontecimientos políticos internacionales de aquella época alentaron investigaciones centradas en la persuasión y la propaganda: se buscaba explicar el comportamiento del público como respuesta a los estímulos simbólicos.

En cambio, a partir de los años 70, la atención de los estudiosos se dirige hacia la capacidad de los medios de influir por acumulación de estímulos, sobre todo cuando se prolongan durante el período, particularmente delicado, de la formación de la personalidad.

Efectos acumulados

La sustitución de la teoría de los efectos a corto plazo por la teoría de los efectos acumulados favoreció el paso de la interpretación catártica a la interpretación mimética. Simplificando, al máximo, se puede decir que la teoría catártica –hoy minoritaria- sostiene que las representaciones de la violencia producen en el espectador un efecto liberador no sólo del miedo que inspiran, sino también de las mismas tendencias violentas, conscientes o no, que el espectador lleva dentro. Por el contrario, la interpretación mimética afirma que la representación de la violencia mueve a la imitación, por lo que puede estimular comportamientos violentos en los espectadores.

Los estudios posteriores a 1970 muestran con abundantes indicios que existe una correlación entre la exposición prolongada en el tiempo a los contenidos violentos de la comunicación de masas –cinematográfica y, sobre todo, televisiva- y una serie de características de la personalidad y del comportamiento que tienen que ver con la experiencia, real o supuesta, de la violencia.

Se trata de una correlación que depende, como es obvio, de un conjunto de variables relativas tanto a las características de los mensajes como a las de la audiencia. Así, la edad, el grado de instrucción, el sexo, el contexto familiar, el carácter... pueden reforzar o atenuar, en gran medida, tales efectos, cualquier determinismo está fuera de lugar.

Una influencia comprobada

Pero se trata también de una correlación comprobada por numerosas investigaciones, incluidas algunas repetidas sobre unas mismas personas a lo largo de decenios. De ellas se puede concluir que la violencia en los medios tiene en el público, a largo plazo, efectos de tres tipos:

1) El efecto mimético directo: niños y adultos expuestos a grandes dosis de espectáculos violentos pueden llegar a ser más agresivos o a desarrollar, con el tiempo, actitudes favorables al uso de la violencia como medio para resolver los conflictos.
2) El segundo es un efecto más indirecto: la insensibilización. Los espectadores, sobre todo los niños, expuestos a grandes cantidades de violencia en la pantalla, pueden hacerse menos sensibles a la violencia real del mundo que les circunda, menos sensibles al sufrimiento ajeno y más predispuestos a tolerar el aumento de violencia en la vida social.
3) El público puede sobreestimar el índice de violencia real y creer que la sociedad en la que vive se caracteriza por un elevado grado de violencia y peligrosidad. En este caso, pues, no aumentarían los comportamientos violentos sino la reacción de miedo ante ellos.

Violencia, el género fácil

Como ya se ha dicho, esos efectos dependen, en primer lugar, de las características de los mensajes. A este propósito, antes que nada es necesario subrayar las diferencias que se dan, respecto a la representación de la violencia, entre el teatro, el cine y la televisión, según los distintos contextos de producción y de recepción. Con esto en absoluto se pretende justificar o infravalorar el problema de la violencia en los espectáculos teatrales o cinematográficos, sino más bien subrayar la particular gravedad que tiene la violencia en el ámbito televisivo, por la naturaleza de este medio. Primero, porque la televisión es un medio doméstico, accesible a cualquier tipo de público, en particular el infantil. Segundo, porque la televisión -–erced a la multiplicación de canales y al uso del mando a distancia- ofrece sus mensajes en flujo fragmentario, lo que colorea la representación de la violencia con características tales, que dificultan la contextualización, la reelaboración racional, el juicio ético.

Esto mismo puede explicar la proliferación de la violencia en la pequeña pantalla, por motivos de marketing. La violencia constituye un género fácil de contar y fácil de vender en el mercado mundial, a causa de su inteligibilidad inmediata. De ahí que, según un estudio, las series televisivas de argumento criminal son el 17 por ciento de los programas que se emiten en Estados Unidos, mientras que constituyen el 46 por ciento de las producciones norteamericanas que se venden en el extranjero[1].

Mostrar el mal sin justificarlo

Hecha esta aclaración, las consideraciones sobre la violencia en los medios se pueden articular en torno a tres temas: el modo de presentarla, la estimulación de la agresividad y la imitación de conductas violentas contempladas en los espectáculos.

El primer tema está relacionado con la dimensión persuasiva de los mass media, que no depende tanto de los puros contenidos, cuanto de la forma de exponerlos. La consideración de la componente retórica de la narración sirve para responder a uno de los argumentos más empleados para justificar los contenidos violentos: el mal y la violencia están en el mundo, y un film, una novela, un servicio informativo no pueden dar una visión falsa o edulcorada de la realidad. En primer lugar, hay que decir que, cuando un relato presenta, por ejemplo, un homicidio, la reacción del lector o espectador puede ser guiada hacia la piedad por la víctima o hacia la simpatía por el homicida, o hacia la indiferencia, el sarcasmo, la ironía, la satisfacción, la complacencia, según cómo se narre el hecho.

Los grandes autores clásicos han sido maestros en una representación no edulcorada del mal presente en el mundo que, sin embargo, mantenía bien clara la línea de valoración a la que adherirse. Dostoievski, como Shakespeare, muestra la fealdad del mundo, pero dejando claro adónde se dirige su simpatía: sus criminales despiertan comprensión, pero nos hace ver por qué son criminales y por qué suscitan nuestra comprensión. No se trata de ambigüedad, sino de claridad en la complejidad. Estos autores y otros clásicos son ejemplos bastante interesantes de una representación profundamente “moral” de un mundo en el cual el mal, la violencia, la inmoralidad están claramente presentes con toda su fuerza, pero descritos de un modo que no se sirve de la violencia para atraer ambiguamente al lector o no dejar claro un orden de valores.

El contexto es decisivo

Consideraciones como éstas hacen pensar que las estadísticas sobre el número de actos violentos representados en la televisión son indicativas, pero no concluyentes. No se puede decir que una película como La diligencia (Stagecoach), de John Ford, sea especialmente violenta, aunque muestre muchos tiroteos y muertes. En cambio, una sola escena de matones urbanos, cargada de violencia y destrucción, puede ser bastante más fuerte, aunque los resultados parezcan mucho menos graves. En efecto, el contexto suele ser decisivo. Un estudio en que se pidió a los sujetos valorar moralmente las acciones de diversos personajes llevó a la siguiente conclusión: “Hemos comprobado que la moralidad de una acción depende de quién la efectúa. La bondad o maldad de la conducta moral, tal como se presenta en la televisión, depende de que la acción sea realizada por un personaje simpático y admirado o bien por un personaje antipático y que inspira desconfianza. Muchos comportamientos que normalmente serían juzgados inmorales –chantajes, homicidio, asalto, etc.- resultan aceptables cuando los hace alguien que goza del favor público”[2]. Por su parte, Albert Bandura sostiene que, en la etapa de formación, la televisión puede promover mecanismos de justificación y de irresponsabilización personal que luego llevan a justificar, con argumentos retorcidos, un cierto uso de la violencia. Esto, naturalmente, sucede con más facilidad en ámbitos socioculturales “bajos”, donde la televisión proporciona gran parte de los estímulos de maduración cultural y faltan los recursos críticos que ofrece la relación con los adultos –incluso porque la televisión está encendida durante las comidas- y con otras formas de socialización.

La responsabilidad de los medios

El segundo tema –la estimulación de la agresividad- tiene que ver con la influencia psicológica de los medios. Se trata de ver si los espectáculos violentos fomentan una tendencia genérica a la agresividad. Digamos de entrada que existe una notable cantidad de estudios que concuerdan en afirmar que así es. Al término de un estudio de seis años de duración, realizado por diversos equipos en cinco países lejanos entre sí, Huesman y Eron concluyen que “agresividad y ver escenas de violencia tienen un cierto grado de interdependencia”, y que “los niños más agresivos ven más violencia en televisión”[3].

Es una dimensión que se suma a la precedente y que no es neutralizada por ella. En otras palabras, pueden existir contenidos cuya ideología no sea violenta, pero que, por la presentación particularmente impresionante de los comportamientos violentos, puedan tener efectos psicológicos negativos, aunque las ideas que proponen no se puedan juzgar como favorables a la violencia.

Tal es el caso, por ejemplo, la película La chaqueta metálica (Full Metal Jacket), de Stanley Kubrik: aunque es contrario a la guerra, puede tener, en especial para el público emotivamente frágil, efectos negativos. Lo mismo puede decirse de Pulp Fiction de Quentin Tarantino, película que es, sin duda, irónica y metalingüística, pero que se presta con bastante facilidad a una contemplación “ingenua” que se deje “informar” por la violencia mostrada, sin que se opere la inversión irónica.

Esto conduce a una reflexión que nos parece importante: hace falta reconsiderar con mucha más atención y responsabilidad el influjo que pueden tener las películas y las series televisivas, algunas de gran éxito. Pensemos, por ejemplo, en casos como el de Raíces (Roots) o en la serie de televisión sobre el Holocausto emitida en Italia a comienzos de los años 80. Junto a un efecto, que quizás es primero, de sensibilización, se corre el riesgo de obtener un efecto secundario, significativo cuantitativa y cualitativamente, de difusión de tales comportamientos violentos, por la sugestión que la representación de la violencia tiende siempre a generar, sobre todo en los sujetos más frágiles. La misma consideración podría hacerse sobre muchas películas, telefilms y miniseries televisivas que pretenden “denunciar”, hacer “tomar conciencia” de algunos problemas sociales ligados a la violencia en algunas categorías de personas.

Los medios no son un simple espejo

Con estas consideraciones, de algún modo, ya hemos introducido el último tema, que es la verdadera y propia imitación del comportamiento desviado visto en el cine o en la televisión. Basta leer con atención los periódicos para descubrir con frecuencia delitos que toman como modelos escenas vistas en el cine o en la televisión: así lo muestran las evidentes analogías y, a menudo, las declaraciones de los propios autores. A veces parecen inspirados en la televisión; a veces, el papel de la representación televisiva parece llegar a ser el de una verdadera instigación. Pensemos en los niños ingleses que mataron a otro, o en los émulos de la película La naranja mecánica (Clockwork Orange) de Stanley Kubrik, o en los del más reciente Asesinos natos (Natural Born Killers), de Oliver Stone.

Son acciones obradas por individuos particularmente frágiles, en algún caso preadolescentes, o en cualquier caso por sujetos ya predispuestos al riesgo de graves desviaciones. Pero aunque la televisión por sí sola no baste para explicar estos delitos y sea una causa más entre otras, no se puede olvidar que entre los factores que incitan al comportamiento gravemente desviado se encuentra también el consumo de espectáculos violentos. El hecho de que también haya causas de otra índole no debe hacer olvidar que ésta –quizás sólo la última pero con frecuencia la desencadenante- es una de ellas.

La eterna duda de si –en la violencia como en otros contenidos- la sociedad imita a los medios o la televisión y el cine cuentan lo que sucede en la sociedad, es una alternativa falsa. Todo contenido violento tiende a producir imitación: cuando un programa televisivo cuenta con detalle y de manera fuertemente gráfica un comportamiento desviado, no refleja simplemente la violencia que hay en la sociedad: la multiplica y la introduce en los hogares de millones de personas. Así se inicia, pues, un círculo vicioso que va de la violencia real a su representación y, de ésta, a nueva violencia real.

Por eso, es preciso disminuir el nivel de violencia presente en los medios, sobre todo –a nuestro parecer- interviniendo sobre la modalidad de su representación: evitando que aparezca subrayada, destacada en primera página, descrita minuciosamente, encarnada en pseudohéroes, convertida en tema de inútiles pseudoencuestas y de inconscientes apologías. Y hay que tener presente que se puede hacer apología de la violencia sin gastar una palabra en su favor: basta la presentación insistente en un medio socialmente incontrolable como es la televisión para hacer así que un criminal se convierta en un héroe; un delito, en una acción admirable.

La violencia de los “reality shows”

En conclusión, a nuestro parecer se puede afirmar que los aspectos negativos de la representación de la violencia pueden ser medidos conjugando diversos factores, que tienen una cierta autonomía: su justificación ideológico-retórica, que deriva de la estructura narrativa del relato; la vivacidad de la representación, que estimula la agresividad produce miedo y angustia; su imitabilidad por parte de personas frágiles, impresionables o predispuestas a las desviaciones.

Por último, la comunicación de masas puede adoptar un carácter violento con independencia de sus contenidos y, en cierto modo, de su misma naturaleza narrativa. Es la violencia de la comunicación excesiva, aquella que anonada al interlocutor forzando los tiempos, empujando al extremo la dramatización de los tonos, pretendiendo colocarse como última y total. Pensemos en el desprecio de la intimidad ajena, la búsqueda de la primicia a toda costa, la complacencia de cierta televisión del dolor, el uso irresponsable de imágenes dramáticas en contextos lúdicos, la falta de respeto de ciertos reality shows que quisieran aventar los secretos privados de sus participantes, la crueldad de ciertas candid cameras... Son algunos ejemplos de comunicación violenta no tanto por sus contenidos cuanto por la modalidad con que se dirigen al espectador agrediéndole, bajo pretexto de informarle, de divertirle, de hacerle reflexionar: ¿golpes bajos de un aparato comunicativo a veces carente de escrúpulos