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domingo, 4 de enero de 2009

MATRIMONIO

MATRIMONIO, LA UNIÓN MÁS PROVECHOSA
[Revista Nro.85 Por Aceprensa
¿Da lo mismo el matrimonio que la mera cohabitación? ¿No hay diferencia entre crecer en una familia monoparental o ser criado por los dos padres? Muchas veces se presentan estas situaciones como meros estilos de vida alternativos, que la sociedad debe tratar por igual. Pero un buen número de investigaciones han puesto de relieve los beneficios que el matrimonio aporta a las familias y a la sociedad, lo que justifica que sea tratado como una opción social preferente. En Estados Unidos, un grupo de investigadores sociales ha sintetizado en la publicación Why Marriage Matters las conclusiones de decenas de estudios sociológicos sobre este tema. Resumimos algunas.


Why Marriage Matters intenta condensar en 21 conclusiones, apoyadas en 93 citas bibliográficas, las numerosas investigaciones científicas disponibles, para proporcionar documentación útil a los ciudadanos que participan en los debates sobre la familia, y para informar de la importancia del matrimonio en la sociedad. Los autores advierten que la sociología es una buena herramienta para esclarecer si determinados hechos sociales son ciertos, pero no siempre explica por qué son ciertos. Por eso, en muchos casos no se puede demostrar que el matrimonio sea la causa principal o única de las ventajas sociales que lo acompañan, pero sí afirmar con seguridad que el matrimonio tiene mucho que ver.

Para responder a preguntas como “¿el divorcio es la causa de la pobreza o más bien ocurre que los pobres se divorcian en mayor proporción?”, la buena sociología intenta distinguir entre relaciones causales y meras correlaciones. “De ahí que, cuando en nuestra opinión hay pruebas aplastantes de que el matrimonio ocasiona un incremento del bienestar, así lo hacemos constar. En los casos en que la relación causa-efecto no es tan clara, somos más cautos”.

El informe también recuerda que las ciencias sociales dan respuesta satisfactoria a preguntas generales (“Los elevados porcentajes de divorcio y nacimientos fuera del matrimonio, ¿influyen en la reducción general del bienestar de los hijos?”), pero no a las preguntas que se hacen las parejas (“En mis concretas circunstancias, ¿el divorcio será beneficioso o perjudicial para mis hijos?”).

A pesar de estos límites y de que en las dos últimas generaciones ha crecido mucho la aceptación social del divorcio, de la cohabitación, de las relaciones sexuales prematrimoniales y del nacimiento de hijos fuera del matrimonio, la investigación llega a una conclusión fundamental: “El matrimonio es un bien social importante, vinculado con un impresionante catálogo de consecuencias positivas tanto para los niños como para los adultos”. A continuación presentamos algunos de los datos que avalan esa tesis.

Relaciones entre padres e hijos
El matrimonio favorece las buenas relaciones entre padres e hijos. Aunque no estar casado afecta por igual a padres y madres en este sentido, los estudios señalan que las madres solteras tienen más conflictos con sus hijos, y los supervisan menos, que las casadas.

Al llegar a adultos, los hijos de parejas casadas aseguran, por regla general, disfrutar de mayor unión con sus madres que los hijos de parejas divorciadas. En un estudio sobre una muestra representativa de la población de Estados Unidos, el 30% de los jóvenes de padres divorciados afirmaban tener malas relaciones con sus madres, frente al 16% de los hijos cuyos padres seguían casados.

La relación con el padre corre un riesgo todavía mayor. El 65% de los jóvenes de padres divorciados tienen malas relaciones con ellos, mientras que si el padre sigue casado, la proporción es el 29%. En general, los niños cuyos progenitores se divorcian o no se casan ven a sus padres con menor frecuencia, y sus relaciones con ellos son menos cordiales que las existentes entre hijos y padres cuando estos están casados y mantienen el vínculo. El divorcio parece tener efectos más negativos sobre las relaciones entre padre e hijos que el proseguir un matrimonio infeliz (2).

Mayor seguridad económica
La cohabitación no es el equivalente funcional del matrimonio. En conjunto, los miembros de parejas de hecho en Estados Unidos se asemejan más a las personas solteras que a las casadas, por lo que respecta a salud física, bienestar emocional, salud mental, patrimonio e ingresos.

Algo similar se observa en los hijos de estas parejas: por su situación se parecen más a los hijos de familias monoparentales (o de padres que han vuelto a casarse después de un divorcio) que a los de padres casados y no divorciados.

El matrimonio es una especie de seguro contra la pobreza de madres e hijos. Las investigaciones han mostrado de forma sistemática que tanto el divorcio como el tener hijos fuera del matrimonio hace que madres e hijos queden más desprotegidos económicamente. La influencia de la estructura familiar sobre la situación económica es considerable, aun después de descontar los efectos de otros factores, como la raza o los antecedentes familiares.

Los cambios en la estructura familiar son una causa importante de que las personas caigan en la pobreza (si bien el descenso de los ingresos del cabeza de familia es la primera de todas). Lo que más hace subir la tasa de pobreza infantil es el aumento de familias monoparentales. Cuando los padres no se casan o el matrimonio se rompe, es más probable que los hijos sufran pobreza grave y persistente.

La mayoría de los hijos extramatrimoniales pasan al menos un año en situación de pobreza extrema (ingresos familiares por debajo de la mitad del mínimo oficial). El divorcio, además del nacimiento de hijos fuera del matrimonio, tiene parte en ello: entre una quinta y una tercera parte de las mujeres que se divorcian caen en la pobreza tras la ruptura.

Por término medio, los matrimonios crean más riqueza que las parejas de hecho o las familias monoparentales, en todos los tramos de renta. No es sólo porque los matrimonios pueden contar con dos fuentes de ingresos; también se debe a algunas de las razones que hacen a los consorcios, en general, económicamente más eficientes: economías de escala, especialización, intercambio...

Asimismo parece influir que el matrimonio fomenta la salud y la productividad, así como la acumulación de riqueza (por ejemplo, comprar una casa). Además, los casados reciben más ayudas económicas de los padres que las parejas de hecho; las madres solteras no reciben casi nunca ayuda económica de los parientes del padre.

Notas y drogas
El divorcio o la cohabitación sin vínculo de los padres tiene una repercusión negativa, importante y duradera sobre el rendimiento académico de los hijos. Los hijos de padres divorciados o no casados obtienen peores calificaciones, y presentan mayor probabilidad de repetir curso y de no terminar la enseñanza secundaria. Estos efectos se dan con independencia de la raza o los antecedentes familiares. Los hijos de divorciados alcanzan un nivel de instrucción también inferior al de los hijos de viudos o viudas. En general, los hijos de padres casados de nuevo tras un divorcio no obtienen mejores resultados que los de madre soltera.

Existe una relación entre matrimonio y tasas bajas de consumo de alcohol y drogas, tanto en adultos como en adolescentes. Los casados, hombres o mujeres, presentan tasas menores de consumo y abuso de alcohol que los solteros. Lo confirman varios estudios que han seguido la trayectoria de los sujetos durante años: los jóvenes que se casan tienden a reducir el consumo de alcohol y drogas. También los hijos de padres casados presentan tasas más bajas de consumo de drogas, con independencia de los antecedentes familiares. La proporción de adolescentes que han probado la marihuana se duplica entre los que viven en familias monoparentales o recompuestas, y se triplica en el caso de los que viven sólo con el padre. Los adolescentes cuyos padres permanecen casados son los menos inclinados a fumar o beber. Los datos obtenidos por la Encuesta Nacional de Hogares sobre Consumo de Drogas muestran que –con independencia de la edad, la raza, el sexo y los ingresos familiares– la probabilidad de consumir drogas, alcohol o tabaco es claramente inferior para los adolescentes que viven con padre y madre naturales.

¿Por qué la desintegración familiar favorece el consumo de drogas por parte de los adolescentes? Probablemente por muchos motivos, entre ellos que hay mayor tensión en la familia, que los padres vigilan menos y que se debilita la unión afectiva con los progenitores, en especial con el padre.

Matrimonio y buena salud
Las personas casadas, tanto hombres como mujeres, disfrutan en general de mejor salud que las solteras o divorciadas. Parece que los casados llevan mejor la enfermedad, vigilan más el estado de salud del otro, tienen mejor situación económica y viven de manera más sana que las personas solteras en condiciones similares.

Un análisis de datos tomados de la Encuesta de Salud y Jubilación de los Estadounidenses compara el índice de enfermedades graves y de incapacidad funcional entre 9.333 personas de 51 a 61 años, distribuidas en distintos grupos: casadas, con pareja de hecho, divorciadas, viudas y solteras. “Sin excepción –aseguran los autores–, las personas casadas presentan las tasas más bajas de morbilidad en cada una de las enfermedades, minusvalías, problemas funcionales y discapacidades”. Las diferencias que marca el estado civil con respecto a las discapacidades seguían siendo “espectaculares”, con independencia de la edad, el sexo y la raza u origen étnico.

Los hijos de divorciados presentan tasas más elevadas de trastornos psicológicos y enfermedades mentales. Por lo común, el divorcio somete a los hijos a un golpe emocional considerable e incrementa el riesgo de enfermedad mental importante. Dichos peligros para la salud mental no se desvanecen poco después del divorcio.

Al contrario, los hijos de padres divorciados siguen, en su vida adulta, expuestos a mayor riesgo de depresiones y otras enfermedades mentales: en parte, porque no llegan tan lejos en los estudios y porque presentan mayor probabilidad de divorciarse, de tener problemas conyugales y de sufrir dificultades económicas.

Parece que los efectos psicológicos del divorcio varían según la intensidad del conflicto entre los cónyuges. Cuando el conflicto matrimonial es fuerte y prolongado, el divorcio supone un alivio psicológico para los hijos.

No obstante, es necesario investigar más, pues parece que la mayoría de los divorcios tienen lugar en matrimonios con conflictos de baja intensidad. Las madres casadas presentan menores índices de depresión que las madres solteras o las que cohabitan. Un estudio realizado entre 2.300 adultos residentes en zonas urbanas concluyó que, para los padres de niños en edad preescolar, el riesgo de depresión era bastante mayor en las madres solteras que en las casadas. El matrimonio reduce el riesgo de depresión incluso en las madres menores de veinte años. En una muestra nacional de mujeres de 18-19 años con un hijo, el 41% de las solteras de raza blanca presentaban síntomas de depresión, frente al 28% de las madres casadas de raza blanca con la misma edad.

Los estudios que siguen la trayectoria de jóvenes durante años permiten saber qué les ocurre cuando se casan, se divorcian o permanecen solteros. Se comprueba que el matrimonio favorece el bienestar mental y emocional tanto de hombres como de mujeres.

El informe insiste en la depresión materna porque es, a la vez, un grave problema de salud mental para las mujeres y un grave factor de riesgo para los hijos. Además de que las madres solteras tienen mayor probabilidad de sufrir depresión, las consecuencias de la depresión materna para el bienestar de los hijos son más agudas en los hogares monoparentales, probablemente porque la madre o el padre solo tiene menos apoyo y porque los hijos tratan menos con el otro progenitor, el no deprimido.

Malos tratos
Las mujeres jóvenes deben saber que el matrimonio no es una buena estrategia para reformar a hombres violentos. Pero un amplio repertorio de investigaciones muestra que convivir con un hombre al margen del matrimonio va asociado a un riesgo mayor de sufrir malos tratos.

Un análisis de datos recopilados por la Encuesta Nacional de Familias y Hogares (2001) concluye que la probabilidad de que las discusiones acaben en violencia es tres veces mayor en las parejas de hecho (13%) que en los matrimonios (4%). La tasa de violencia doméstica también varía según la raza, la edad y la educación; pero sigue siendo mayor en las parejas de hecho aun después de descontar la influencia de esos factores. Un especialista resume así los resultados de las investigaciones: “Con independencia de la metodología, los estudios llegan a conclusiones similares: en las uniones de hecho se da más violencia que en los matrimonios”.

La selección influye poderosamente. Es menos probable que una mujer se case con un hombre violento, y es más probable que una mujer casada con un hombre violento se divorcie de él. No obstante, los expertos sugieren que también influye que los hombres casados están más integrados en la comunidad, así como la mayor dedicación mutua de los esposos.

También un niño que vive con la madre soltera, el padrastro o el compañero de la madre tiene más posibilidades de ser víctima de malos tratos. Como concluyen Martin Daly y Margo Wilson, “vivir con un padrastro o una madrastra ha resultado ser el factor más frecuente en los casos de malos tratos graves”. Según un estudio, entre los niños en edad preescolar, la probabilidad de ser víctima de abusos deshonestos es cuarenta veces mayor para los que viven con un padrastro o madrastra que para los que viven con sus dos progenitores naturales.

Al final, el informe subraya: “El matrimonio es más que una unión afectiva privada. Es también un bien social. No es para todas las personas. Tampoco todos los niños criados fuera del matrimonio salen perjudicados por ello. Pero donde los matrimonios sanos son lo más común, los niños, las mujeres y los hombres están en mejor situación que donde hay elevadas tasas de divorcio, de hijos extramatrimoniales y de matrimonios conflictivos o violentos”.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Aspectos cognitivos,emocionales,genéticos y diferenciales de la Timidez

Cano Vindel, A.; Pellejero, M.; Ferrer, M. A.; Iruarrizaga, I. y Zuazo, A.Universidad Complutense de Madrid (Spain)

UNA APROXIMACIÓN AL CONCEPTO DE TIMIDEZ
Cuando un niño de apenas dos años está jugando tranquilamente en su casa y llega una visita, una persona desconocida para el niño, éste puede reaccionar con una respuesta de inhibición comportamental, escondiéndose tras su madre, dejando de jugar, de hablar, escondiendo su cara,... Cuando este niño, ya adolescente, se encuentra en otra situación novedosa, como es estar con una chica que le gusta, puede reaccionar de una manera similar: con rubor, inseguridad, temor, falta de confianza en sí mismo, con dificultad para entablar una conversación,... En ambos casos, este tipo de comportamientos pueden ser calificados en el lenguaje coloquial de timidez. ¿Pero, qué es la timidez?. ¿Cómo podemos entender todos estos aspectos de la timidez?.
A nivel coloquial el término "timidez" es ampliamente utilizado para hacer referencia al malestar experimentado en presencia de personas desconocidas. Desde un punto de vista etimológico, el término timidez procede del latín timidus, que significa temeroso. La Real Academia Española, define el término tímido haciendo referencia a un individuo "temeroso, medroso, encogido y corto de ánimo" (R.A.E., 1992).
Sin embargo, a pesar de ser un concepto aparentemente bien definido y establecido popularmente, en el ámbito científico constituye un concepto ambiguo y poco diferenciado de otros tales como introversión, inhibición comportamental o ansiedad social. Además, nos encontramos con que la timidez constituye una realidad que engloba diferentes dimensiones, tales como el miedo o temor, la inseguridad, la baja autoestima, la dificultad para relacionarse con los demás, el retraimiento, suspicacia, cautela, tensión, activación, etc. ¿Es un rasgo de personalidad, o sinónimo de introversión?, ¿se trata de una reacción o estado emocional?, ¿es un sinónimo de ansiedad social?.
Definición y tipos
Dentro del ámbito de la psicología, los diferentes autores han definido la timidez como "la tendencia a evitar interacciones sociales y a fracasar a la hora de participar apropiadamente en situaciones sociales" (Pilkonis, 1977a, p. 585); ansiedad y disconfor con situaciones sociales, particularmente en aquéllas que implican evaluación por parte de la autoridad, "auto-observación de sí mismo, infelicidad, inhibición, preocupación sobre sí mismo..." (Crozier, 1979, p. 121); reacción de tensión, preocupación, sentimientos de incomodidad y disconfor e inhibición del comportamiento social normalmente esperado (Buss, 1980); disconfor, inhibición, y respuestas de ansiedad, auto-observación de sí mismo, y reticencia en presencia de los otros (Jones, Briggs y Smith, 1985).
Algunos autores señalan la existencia de diferentes tipos o dimensiones de timidez. Uno de los primeros en establecer una clasificación de los sujetos tímidos fue Zimbardo (1977), quien distinguió tres grupos: el primero incluye a aquellos individuos que no temen la interacción social, simplemente prefieren estar solos, sintiéndose más cómodos con sus ideas y sus objetos inanimados que con la gente; el segundo grupo hace referencia a aquellos sujetos con baja confianza en sí mismos, pobres habilidades sociales y sentimientos de vergüenza que hacen que eviten el contacto con los demás; y el tercero integra a aquellos individuos que se sienten atemorizados ante la posible no consecución de sus expectativas sociales y culturales.
Por otro lado, Zimbardo y Radl (1985) se refieren a la timidez como un mecanismo de defensa que permite a la persona evaluar situaciones novedosas a través de una actitud de cautela con el fin de responder de forma adecuada a las demandas de la situación. Así mismo, Buss (1986) distingue entre la timidez ligada al miedo a los demás (fearful shyness) y la relacionada con la auto-observación (self-conscious shyness). La timidez ligada al miedo a los demás surge durante el primer año de vida del niño, se manifiesta a través de la ansiedad provocada por la inseguridad ante la presencia de extraños, normalmente adultos, y se caracteriza por un elevado arousal autonómico, una marcada inhibición comportamental y preocupaciones excesivas por el miedo a ser evaluados negativamente por otros. La timidez relacionada con la auto-observación surge a partir de los 4-5 años cuando el niño toma conciencia de sí mismo como un ente social expuesto a la evaluación crítica de los demás, y se caracteriza por un bajo arousal fisiológico y una preponderancia de cogniciones centradas en la evaluación negativa, así como cierta inhibición comportamental, aunque menos que la que se manifiesta en el primer grupo.
Timidez, introversión e inhibición comportamental
Tradicionalmente, el concepto de timidez ha estado, y sigue estando, asociado a otros como la introversión y la inhibición comportamental. En este sentido, una correcta conceptualización de los mismos nos permitirá una mejor delimitación del concepto de timidez.
Timidez e introversión
Jones et al.. (1985) entienden la timidez como un rasgo de personalidad relacionado principalmente con situaciones de amenaza interpersonal y señalan que un individuo caracterizado por un alto rasgo de timidez experimentará un mayor grado de activación que otro con un rasgo menor, independientemente del nivel de amenaza interpersonal de la situación. Así mismo, estos autores establecen que el miedo a la evaluación negativa, relacionada con situaciones sociales, está en la base de la timidez. Se trataría de una característica individual, de un rasgo general de personalidad, que se activa en situaciones de amenaza interpersonal, y que es relativamente independiente de la intensidad de las situaciones.
De modo similar a lo propuesto por Jones et al. (1985) al considerar la timidez como una predisposición o rasgo temperamental, y partiendo el modelo de personalidad desarrollado por Eysenck (1944), la introversión se entiende como una dimensión de personalidad que agrupa las características de sujetos tranquilos, reservados, introspectivos, retraídos, distantes con los demás excepto con los amigos íntimos, cautelosos y con elevado control emocional (Biederman, Rosenbaum, Hirshfeld, Faraone, Bolduc, Gersten, Meminger, Kagan, Snidman y Reznick, 1990).
Las características de la personalidad introvertida ya se observan a la edad de 1 año, e incluso pueden aparecer en los primeros meses de vida, y continúan siendo evidentes durante la infancia, manifestándose a través de conductas de inhibición ante los objetos y experiencias desconocidas (Stassen y Thompson, 1997). Así mismo, para algunos autores (Amies, Gelder y Shaw, 1983; Watson, Clark y Carey, 1988; Salaberría y Echeburúa, 1998) la introversión constituye un factor de vulnerabilidad de cara al desarrollo de ciertos trastornos de ansiedad, en especial de ansiedad social.
En cuanto a su etiología, ya en 1967 Eysenck señaló la existencia de una posible base biológica para la introversión, relacionada con el sistema reticular y el sistema límbico. Posteriormente, Kagan (1989) sugirió la posibilidad de que pudieran existir genes responsables de un patrón de respuestas típico del individuo introvertido ante los estímulos novedosos.
Según lo expuesto, el introvertido compartiría muchas de sus características con el tímido, y ello tanto en relación con el patrón de respuestas dado ante lo desconocido como, tal y como se verá más adelante, en cuanto a su carácter de factor de riesgo para el desarrollo de una misma patología y a su posible base genética. En esta línea, autores como Eysenck (1982) proponen que altos niveles de introversión se asocian con la timidez y, así mismo, con el desarrollo de ciertos trastornos de ansiedad.
Sin embargo, queremos destacar algunas diferencias entre la timidez y la introversión. En primer lugar, si bien ambas se caracterizan por el mismo patrón de respuesta dado en situaciones sociales novedosas, el comportamiento introvertido no se circunscribe a este tipo de situaciones. En este sentido, la timidez posee más bien un carácter de reacción específica, mientras que la introversión tiene más que ver con un comportamiento generalizado. En segundo lugar, la timidez se haya más limitada en el tiempo, en tanto que la introversión tiene un carácter más estable. En tercer lugar, la timidez está más relacionada con la ansiedad evaluativa, así como con la vergüenza y el rubor (es decir, con el sentimiento y la reacción fisiológica) que la introversión.
Timidez e inhibición comportamental
Kagan, Reznick y Snidman (1988) definieron bajo el término de "inhibición comportamental ante lo no familiar" el comportamiento de aquellos niños que, en condiciones de laboratorio, respondían ante los estímulos no familiares con una excesiva activación simpática y con una conducta de evitación. Algunas de las conductas mostradas por estos niños ante personas u objetos extraños fueron el cese del habla, el retraimiento, o el aislamiento. Años más tarde, Kagan, Snidman y Arcus (1992) plantean que este constructo temperamental puede ser detectado en edades de desarrollo tempranas, en concreto a la edad de 4 meses.
Estos autores defienden, la existencia de dos tipos de temperamento infantil: la "inhibición conductual ante lo no familiar", definido como un patrón de inhibición social y timidez, con correlatos fisiológicos de ansiedad o arousal elevado y el temperamento "conductualmente desinhibido", considerando la presencia o ausencia de conductas de evitación ante objetos o personas no familiares o extrañas como elemento diferenciador entre ambos. Así mismo, plantean incluso que las diferencias encontradas entre las reacciones fisiológicas de los niños (inhibidos y desinhibidos) pueden deberse a diferencias en el sistema límbico, sugiriendo con ello la existencia de una posible base hereditaria en la inhibición comportamental.
Yendo más allá, algunos autores plantean que si este patrón de conducta se mantiene estable, o se combina con una historia familiar de patología de ansiedad, puede dar lugar al desarrollo de trastornos de ansiedad (Rosembaum, Biederman, Gersten, Hirshfeld, Meminger, Herman, Kagan, Reznick y Snidman, 1988; Kagan et al., 1988; Biederman, 1990; Biederman et al., 1990; Rosenbaum, Bierderman, Bolduc, Hirshfeld, Farone y Kagan, 1992; Biederman, Rosembaum, Bolduc-Murphy, Faraone, Chaloff, Hirshfeld y Kagan, 1993; Biederman, Rosembaum, Chaloff y Kagan, 1995) y en concreto, de ansiedad social o fobia social (Rosenbaum, Biederman y Hirshfeld, 1991, Kagan et al., 1992; Rosembaum, Biederman, Pollock y Hirsfeld, 1994).
En esta línea, Turner, Beidel y Wolff (1996) realizan una revisión de los estudios centrados en la inhibición social y sugieren que un patrón estable de inhibición comportamental puede incrementar el riesgo de padecer trastornos de ansiedad, y especialmente de aquellos relacionados con la ansiedad social y la ansiedad evaluativa. Así mismo, Mick y Telch (1998) señalan que la historia de inhibición comportamental en la infancia se asocia con síntomas de fobia social en la edad adulta, sugiriendo, además, que la inhibición comportamental infantil se asocia más fuertemente a la ansiedad social que a otros trastornos de ansiedad.
Como conclusión, y en relación con las semejanzas y diferencias existentes entre los términos introversión, inhibición comportamental ante lo no familiar y timidez, podemos establecer que tanto la introversión, como la inhibición comportamental y la timidez, hacen referencia a rasgos del temperamento que determinan un patrón de respuesta típico ante objetos o personas desconocidas, que constituyen factores de riesgo para el desarrollo de trastornos de ansiedad, y en concreto, de ansiedad social.
Todas estas características compartidas hacen que exista una confusión terminológica en la utilización de estos conceptos en la literatura psicológica. Ahora bien, según lo expuesto a lo largo de este punto, timidez, introversión e inhibición comportamental poseen entre sí características que hacen que se las considere entidades independientes, si bien íntimamente relacionadas.
HEREDABILIDAD VERSUS APRENDIZAJE DE LA TIMIDEZ
En relación con la etiología de la timidez tradicionalmente han existido dos posturas contrapuestas (aquélla que defiende una supuesta base hereditaria y la que enfatiza el factor aprendizaje como determinante en el desarrollo de la misma) que, a su vez, han ido entroncándose a medida que ha avanzando la investigación en este ámbito.
Del mismo modo que en el caso de la introversión y a la inhibición conductual, algunos autores sugieren la existencia de correlatos neurobiológicos para la timidez. Horn, Plomin y Rosenman (1976) concluyeron, a través del estudio con gemelos, que la timidez constituye un rasgo más heredable que otros rasgos de personalidad. Posteriormente, a partir de investigaciones realizadas con gemelos univitelinos y bivitelinos, diversos autores apoyan también la hipótesis de una transmisión genética de la timidez (Torgensen, 1979; Cheek y Zonderman, 1983 y Plomin y Daniels, 1986).
Sin embargo, Kagan y Reznick (1986) señalan que, solamente algunos niños nacen con cierta vulnerabilidad genética y que no todos los niños etiquetados como tímidos lo son como resultado de una predisposición temperamental. El hecho de nacer con esta predisposición hace más probable que el niño llegue a ser tímido, dado que los patrones temperamentales han demostrado estar relacionados con tipos de conducta posteriores. En esta línea, un niño con un determinado patrón de temperamento desarrollará un trastorno psicológico en función de la actitud de los padres ante el estilo de conducta del niño (Alexander, Roodin y Gorman, 1991). Otros autores proponen también que, aunque el rasgo de timidez pueda ser heredado, este puede ser exacerbado o modificado a partir de las interacciones que el niño tenga con los otros (Emde, Robert, Plomin, Robinson, Corley, DeFries, Fulker, Reznick, Campos, Kagan y Zahn-Waxler, 1992 y Robinson, Kagan, Reznick y Corley, 1992), pero que, aun cuando los niños puedan aprender un comportamiento social adecuado a través del modelado de interacciones sociales por parte de sus padres, solamente un escaso número de niños etiquetados como tímidos en su primer año de vida será capaz de llegar a convertirse en sujetos extravertidos a la edad de 7 años (Kagan, 1989 y Galvin, 1992).
En esta línea, las experiencias sociales aprendidas modifican pautas de conducta genéticamente determinadas (Cheek y Buss, 1981) y numerosos comportamientos se pueden adquirir a través del aprendizaje social mediante la observación de modelos (Bandura, 1987), de forma que padres extravertidos pueden modelar conductas exitosas socialmente en sus hijos tímidos y padres tímidos o poco sociables pueden provocar que sus hijos desarrollen conductas de timidez. Así mismo, otras experiencias pueden incidir en el origen y mantenimiento de la timidez, por ejemplo, el sentirse rechazado por los compañeros puede originar comportamientos de timidez en el niño o el padecimiento de enfermedades o anomalías que afecten a la imagen física también pueden determinar el surgimiento de la timidez (Echeburúa, 1993).
Una de las causas considerada como más relevante para que una persona llegue a ser tímida es la falta de vivencias sociales. Así, el aislamiento social durante la infancia perturba enormemente el normal desarrollo de la expresión emocional (Gray, 1993). En los sujetos tímidos es frecuente encontrar parientes que también lo son, tal y como demostraron Rosenbaum et al. (1991) en un estudio en el que encontraron una correlación del 80% entre el padecimiento de altos niveles de ansiedad interpersonal en los padres y conductas de timidez en los hijos.
Por el contrario, la riqueza de vivencias sociales parece disminuir la incidencia de las conductas de timidez. En esta dirección apuntan los resultados de un estudio llevado a cabo por Buss (1986) en hijos del personal del ejército americano. En él se demostró que estos niños manifestaban una tasa de timidez más baja que los niños de la población general cuando alcanzaban la adolescencia o la edad adulta. Como concluye el autor, posiblemente las frecuentes mudanzas habían facilitado en estos niños el desarrollo de un cierto desenvolvimiento en sus relaciones interpersonales.
En suma, podemos conceptualizar la timidez como un rasgo del temperamento, con todo lo que ello implica, es decir, algo estable, presumiblemente heredado, que aparece de forma temprana en la vida del niño, observable en una gran variedad de situaciones sociales y que probablemente determina el posterior desarrollo de la personalidad, la emocionabilidad y la conducta social. A pesar de todo, puede llegar a ser modificado por el aprendizaje resultante tanto de la observación de la conducta de los padres como de las experiencias vividas por el niño a lo largo de su infancia.
TIMIDEZ, FOBIA SOCIAL Y ANSIEDAD SOCIAL
La fobia social, se define como un trastorno caracterizado por "un temor acusado y persistente a una o más situaciones sociales o de actuación en público en las que la persona se ve expuesta a gente desconocida o al posible escrutinio por parte de los demás" (APA, 1994).
A partir de los datos del National Comorbidity Survey (realizado entre 1990 y 1992), Magee, Eaton, Wittchen, McGonagle y Kessler (1996) señalan que la fobia social afecta a un 13.3% de la población general, representando el tercer trastorno de mayor frecuencia en los Estados Unidos. Las consecuencias del trastorno se extienden a todos los ámbitos de la vida del individuo, tales como el social, el académico o el laboral.
Ahora bien, aun siendo uno de los trastornos más frecuentes y pese a lo incapacitante que resulta para el individuo que lo padece, es un trastorno que recibe escasa atención en la práctica clínica. Según Hirshfeld (1995), la confusión entre fobia social y timidez extrema ha llevado consigo la infravaloración del trastorno y la consecuente menor demanda de tratamiento especializado. En esta línea, síntomas de un trastorno de fobia social pueden ser interpretados por las personas que lo padecen como manifestaciones de una timidez extrema, no acudiendo por ello a tratamiento (Cervera, Roca, Bobes, 1998). El conocimiento de los límites entre fobia social y timidez puede influir, por tanto, en que una persona reciba tratamiento o no, aunque es obvio que también va a influir de manera importante la propia naturaleza del trastorno de ansiedad social, que dificulta a quien lo padece la exposición ante una situación social, y más aún para hablar de sus problemas frente a un especialista.
Debido a la confusión existente entre ambos conceptos, autores como Kastschning (1996) destacan la necesidad de separar la fobia social de la ansiedad social normal o timidez, tal y como él la denomina, con el fin de poder llegar a aplicar a cada problemática el tratamiento más adecuado. Por ello, hemos considerado oportuno llevar a cabo una revisión de los estudios realizados en este ámbito de cara a obtener una mejor delimitación de las semejanzas y diferencias entre ambos conceptos.
En un interesante trabajo, Turner, Beidel y Townsley (1990) estudiaron la relación entre fobia social y timidez, comparándolas en función de seis dimensiones: respuestas fisiológicas, cognitivas y comportamentales, funcionamiento diario, curso clínico y características de inicio, concluyendo que fobia social y timidez poseen en común una serie de características fisiológicas y cognitivas. Por un lado, los individuos fóbicos sociales experimentan intensos síntomas de ansiedad somática tales como rubor, tensión muscular, palpitaciones, temblores y sudoración en situaciones sociales. Tales síntomas también aparecen en la timidez, aunque en menor grado. Por otro, el miedo a la evaluación negativa por parte de los otros constituye el principal componente cognitivo tanto para los individuos fóbicos sociales como para los únicamente tímidos.
Resultados similares habían sido ya señalados en otros estudios previos (Hauk, 1967; Pilkonis, 1977b; Crozier, 1979 y Jones et al., 1985) y han sido confirmados en estudios posteriores. Por ejemplo, Bech y Angst (1996) señalan que la calidad de vida del sujeto, medida en términos de bienestar subjetivo o satisfacción, se encuentra disminuida tanto en la fobia social como en la timidez, y Cervera et al. (1998) establecen que la fobia social y la timidez comparten la misma base, a saber, un temor a las relaciones sociales y un miedo exagerado a las críticas.
Así mismo, diferentes autores señalan que la timidez constituye un factor de vulnerabilidad en el desarrollo del trastorno de fobia social. Marks y Gelder (1966) encontraron que más del 50% de los sujetos fóbicos sociales de su estudio informaban de conductas de timidez durante su infancia. Turner et al. (1990), destacan que, aun estableciendo síntomas comunes entre la fobia social y la timidez, la timidez constituye más bien un factor precursor de la fobia social que una versión moderada de la misma, entre otras cosas porque el inicio de la timidez es más temprano y en muchos casos transitorio. Por otro lado, en un estudio reciente llevado a cabo por Cooper y Eke (1999) los autores sugieren la existencia de una asociación entre timidez infantil y fobia social dado que un alto porcentaje de las madres de los niños tímidos informaron sufrir o haber sufrido fobia social.
Yendo más allá, Salaberría y Echeburúa (1998) plantean que la timidez constituye un factor biológico de vulnerabilidad a la fobia social, así como un factor de vulnerabilidad psicológica si nos encontramos ante formas extremas de timidez. Ahora bien, la relación entre el padecimiento de la timidez y el desarrollo de una posterior fobia social requiere ser matizada. De acuerdo a los resultados de los estudios realizados por Townsley, Turner, Beidel y Calhoun, (1995), existe una relación entre timidez y fobia social generalizada (incluyéndose también como variable determinante la introversión), pero no entre timidez y fobia social específica o discreta, debido a que para el desarrollo de una fobia social específica se consideran como factores determinantes las experiencias traumáticas (Ost y Hugdahl, 1981; Ost, 1987; Townsley et al., 1995; Turner et al., 1996).
Ahora bien, a pesar de las dificultades existentes a la hora de realizar un diagnóstico diferencial entre fobia social y timidez, existen también toda una serie de características y criterios que los diferencian. En esta línea, una de las primeras diferencias establecidas entre fobia social y timidez es la de su prevalencia entre la población general y, en este sentido, la tasa de prevalencia de la timidez es considerablemente más alta que la de la fobia social (Zimbardo, 1977).
Así mismo, Turner et al. (1990), López-Ibor y Gutiérrez (1997) y Cervera et al., (1998) establecen las diferencias entre la fobia social y la timidez en torno al grado de interferencia en el acontecer diario (alto para el fóbico social y bajo para el tímido), la edad de inicio (mitad de la adolescencia para la fobia social y 21 meses para la timidez), el curso (crónico, estable e incesante para la fobia social y transitorio para la timidez), y las conductas de evitación (más frecuentes y de mayor gravedad en la fobia social). Para una revisión sobre las variables que afectan al curso y pronóstico de la fobia social véanse los trabajos de Amies et al., 1983; Marks, 1985; Turner y Beidel, 1989 y Turner et al., 1990; mientras que las investigaciones que se centran en el curso y pronóstico de la timidez pueden verse en Zimbardo, Pilkonis y Norwood, 1975, así como en Bruch, Giordano y Pearl, 1986.
Según el diagnóstico diferencial que establece el D.S.M-IV (APA, 1994), la timidez surgida en reuniones sociales con personas que no pertenecen al ámbito familiar no puede ser considerada como fobia social, a no ser que determine el deterioro de las actividades de la persona o un malestar clínicamente significativo. Así mismo, es muy frecuente que aparezca ansiedad ante acontecimientos sociales, especialmente cuando se encuentran en ambientes fuera del marco familiar. Ahora bien, para establecer el diagnóstico de fobia social (o ansiedad social patológica) es preciso determinar si estas conductas se dan también con niños de su misma edad y durante más de seis meses. Las diferencias y semejanzas entre la timidez y la fobia social dependen por lo tanto de toda una serie de variables que se resumen en las tablas 1 y 2.
La confusión existente entre timidez y fobia social se extiende también a otro concepto íntimamente relacionado con éstos como es la ansiedad social. En esta línea, autores como Crozier (1982) y Katschning (1996) entienden la timidez como una forma de ansiedad social (e incluso este último hace referencia a la timidez como "ansiedad social normal"), mientras que otros sostienen que ambos conceptos constituyen una misma realidad, debido a que las escalas de timidez y ansiedad social utilizadas en su estudio medían el mismo constructo (Anderson y Harvey, 1988).
TABLA 1Diferencias entre fobia social y timidez.
VARIABLES
FOBIA SOCIAL
TIMIDEZ
AUTORES
Epidemiología
Menor
Mayor
Zimbardo, 1977
Inicio
Adolescencia
1-2 años
Turner et al., 1990
Curso
Crónico
Transitorio
Zimbardo et al., 1975Amies et al., 1983Brunch et al., 1986Tuner y Beidel, 1989Turner et al., 1990
Nivel de incapacidad
Alto
Moderado
Turner et al., 1990Cervera et al., 1998
Interferencia actividades diarias
Alto
Bajo
López-Ibor y Gutiérrez, 1997
Situaciones temidas
Limitadas y no limitadas
No limitadas
D.S.M..- IV, 1994
Conductas de evitación
Frecuentes y graves
Poco frecuentes
Turner et al., 1990
Grado de heredabilidad
No

Plomin y Daniels, 1986

TABLA 2Semejanzas entre fobia social y timidez
VARIABLES
AUTORES
Baja calidad de vida
Bech y Angst, 1996
Síntomas de ansiedad somática: rubor, tensión muscular, palpitaciones, temblores y sudoración
Turner et al, 1990Bech y Angst, 1996
Síntomas de ansiedad cognitiva: miedo a la evaluación negativa y temor a las relaciones sociales
Turner et al., 1990

Ahora bien, ya en la década de los cuarenta se establecía la distinción entre neurosis social y timidez centrándose para ello en variables tales como la intensidad de la ansiedad experimentada en situaciones sociales (mayor en la ansiedad social que en la timidez), al tiempo que se consideraba a la timidez como posible factor determinante en el desarrollo temprano de la neurosis social (Myerson, 1944). En esta línea, Sandler, De-Mounclaux y Dixon (1958) establecieron que, aun cuando ambos términos podían compartir toda una serie de estímulos y situaciones desencadenantes, constituían realidades diferenciadas entre sí, opinión así mismo compartida por Pilkonis (1977a).
La ansiedad social aparece como un elemento común en el trastorno de fobia social y en la timidez, si bien la fobia social se diferencia de ambos tanto por su cronicidad como por el grado severo de interferencia que ejerce en el rendimiento académico o laboral y/o en las relaciones sociales habituales. Así mismo, aun cuando la ansiedad social constituye un elemento central en la fobia social, este trastorno se caracteriza fundamentalmente por las conductas de evitación que esta ansiedad genera. En este sentido, una de las razones por las cuales el término fobia social puede llegar a ser sustituido por el de "trastornos por ansiedad social" en próximas revisiones de los sistemas clasificatorios actuales (DSM-IV y CIE-10) se basa en que uno de los síntomas definitorios de la fobia social, a saber, la existencia de conductas de evitación de las situaciones sociales temidas, no aparece en un alto porcentaje de sujetos diagnosticados como fóbicos sociales (Pérez Pareja, 1999).
En suma, si bien timidez, fobia social y ansiedad social comparten el mismo temor a las situaciones de interacción social, así como el miedo desproporcionado a la evaluación negativa por parte de los demás, no pueden considerarse una misma problemática dado que poseen características propias que las hacen entidades independientes.
CONCLUSIONES
A lo largo de este trabajo se ha intentado conceptualizar el término "timidez" llevando a cabo una revisión actualizada. Además, hemos intentado diferenciar timidez de otros términos relacionados: por un lado, analizando las diferencias existentes entre éste y un rasgo de personalidad, la introversión e inhibición comportamental, y por otro, a través de las semejanzas y diferencias mantenidas con el trastorno de fobia social y la ansiedad social.
En relación con los términos timidez, introversión e inhibición comportamental, éstos son considerados por muchos autores como rasgos del temperamento, atributos de personalidad o estilos de comportamiento, con una base biológica, que determinan un patrón de respuesta típico ante objetos o personas no familiares. Dicha predisposición o rasgo temperamental puede determinar una mayor vulnerabilidad a desarrollar una timidez u otros trastornos relacionados con ésta (trastornos por ansiedad, y en concreto social), dado que los patrones temperamentales están relacionados con tipos de conducta posteriores.
En cuanto a la relación existente entre timidez y fobia social, las diferencias entre ambas son evidentes, tanto en cuanto a epidemiología, edad de inicio, curso y pronóstico, nivel de incapacidad y de interferencia en las actividades diarias, conductas de evitación, situaciones temidas y grado de heredabilidad. Dichas diferencias nos llevan a plantear que la fobia social, más que considerarse una forma extrema de timidez, constituye una entidad nosológica diferenciada e independiente, lo cual no implica que la timidez no pueda considerarse un factor de riesgo en el desarrollo de trastornos por ansiedad social, en concreto de la fobia social generalizada, pero no de la fobia social específica (Townsley et al., 1995).
Así mismo, la timidez puede ser entendida como una forma de "ansiedad social normal" (en cuyo caso podríamos referirnos a la fobia social como "ansiedad social patológica"), si bien existen diferencias entre ambas problemáticas, en concreto centradas en el grado o intensidad de la ansiedad experimentada en las situaciones de interacción social (menor en el caso de la timidez), hecho que no implica que la timidez no puede considerarse como un posible factor de riesgo en el desarrollo temprano de la ansiedad social. En cuanto a la relación existente entre fobia social y ansiedad social, podemos considerar la presencia y mayor frecuencia de conductas de evitación de las situaciones sociales temidas como el aspecto diferenciador entre ambas.
Para concluir, e intentando ofrecer una conceptualización lo más completa posible de la timidez, podríamos definir ésta como una reacción primaria ante situaciones sociales novedosas, que implica una actitud de cautela, una clara inhibición comportamental (retirar la mirada, no hablar, no actuar, interrumpir el comportamiento,...) y una cierta activación fisiológica (principalmente ruborización), reacción que permite evaluar la situación, el comportamiento de los demás y el propio, al mismo tiempo que permite también protegerse de las demandas de la situación. Cuando dichas demandas exigen al individuo dar una respuesta, y romper así su inhibición, se incrementa el nivel de activación fisiológica, lo que puede desencadenar una reacción de vergüenza, que se caracteriza por sentimientos de malestar y sensación de estar haciendo el ridículo.
En individuos con alto rasgo específico de ansiedad ante situaciones sociales se puede dar además una reacción específica de ansiedad, con preocupación, temor, mayor activación fisiológica (sudoración, temblor, etc.) y evitación de la situación. Por otro lado, se han encontrado diferencias de género en cuanto a las causas que provocan una reacción o comportamiento de timidez; sin embargo, no parecen existir diferencias de género en la expresión de estos comportamientos (Kim, 1996).

martes, 2 de septiembre de 2008

TELEVIOLENCIA

Los estudios sobre los efectos de la representación de la violencia en los medios se pueden clasificar en dos pares de interpretaciones opuestas: la teoría de los efectos inmediatos, frente a la de los efectos a largo plazo; y la teoría de los efectos catárticos, frente a la de los efectos miméticos.

La teoría de los efectos a corto plazo predominaba en los años 30 y 40. Los acontecimientos políticos internacionales de aquella época alentaron investigaciones centradas en la persuasión y la propaganda: se buscaba explicar el comportamiento del público como respuesta a los estímulos simbólicos.

En cambio, a partir de los años 70, la atención de los estudiosos se dirige hacia la capacidad de los medios de influir por acumulación de estímulos, sobre todo cuando se prolongan durante el período, particularmente delicado, de la formación de la personalidad.

Efectos acumulados

La sustitución de la teoría de los efectos a corto plazo por la teoría de los efectos acumulados favoreció el paso de la interpretación catártica a la interpretación mimética. Simplificando, al máximo, se puede decir que la teoría catártica –hoy minoritaria- sostiene que las representaciones de la violencia producen en el espectador un efecto liberador no sólo del miedo que inspiran, sino también de las mismas tendencias violentas, conscientes o no, que el espectador lleva dentro. Por el contrario, la interpretación mimética afirma que la representación de la violencia mueve a la imitación, por lo que puede estimular comportamientos violentos en los espectadores.

Los estudios posteriores a 1970 muestran con abundantes indicios que existe una correlación entre la exposición prolongada en el tiempo a los contenidos violentos de la comunicación de masas –cinematográfica y, sobre todo, televisiva- y una serie de características de la personalidad y del comportamiento que tienen que ver con la experiencia, real o supuesta, de la violencia.

Se trata de una correlación que depende, como es obvio, de un conjunto de variables relativas tanto a las características de los mensajes como a las de la audiencia. Así, la edad, el grado de instrucción, el sexo, el contexto familiar, el carácter... pueden reforzar o atenuar, en gran medida, tales efectos, cualquier determinismo está fuera de lugar.

Una influencia comprobada

Pero se trata también de una correlación comprobada por numerosas investigaciones, incluidas algunas repetidas sobre unas mismas personas a lo largo de decenios. De ellas se puede concluir que la violencia en los medios tiene en el público, a largo plazo, efectos de tres tipos:

1) El efecto mimético directo: niños y adultos expuestos a grandes dosis de espectáculos violentos pueden llegar a ser más agresivos o a desarrollar, con el tiempo, actitudes favorables al uso de la violencia como medio para resolver los conflictos.
2) El segundo es un efecto más indirecto: la insensibilización. Los espectadores, sobre todo los niños, expuestos a grandes cantidades de violencia en la pantalla, pueden hacerse menos sensibles a la violencia real del mundo que les circunda, menos sensibles al sufrimiento ajeno y más predispuestos a tolerar el aumento de violencia en la vida social.
3) El público puede sobreestimar el índice de violencia real y creer que la sociedad en la que vive se caracteriza por un elevado grado de violencia y peligrosidad. En este caso, pues, no aumentarían los comportamientos violentos sino la reacción de miedo ante ellos.

Violencia, el género fácil

Como ya se ha dicho, esos efectos dependen, en primer lugar, de las características de los mensajes. A este propósito, antes que nada es necesario subrayar las diferencias que se dan, respecto a la representación de la violencia, entre el teatro, el cine y la televisión, según los distintos contextos de producción y de recepción. Con esto en absoluto se pretende justificar o infravalorar el problema de la violencia en los espectáculos teatrales o cinematográficos, sino más bien subrayar la particular gravedad que tiene la violencia en el ámbito televisivo, por la naturaleza de este medio. Primero, porque la televisión es un medio doméstico, accesible a cualquier tipo de público, en particular el infantil. Segundo, porque la televisión -–erced a la multiplicación de canales y al uso del mando a distancia- ofrece sus mensajes en flujo fragmentario, lo que colorea la representación de la violencia con características tales, que dificultan la contextualización, la reelaboración racional, el juicio ético.

Esto mismo puede explicar la proliferación de la violencia en la pequeña pantalla, por motivos de marketing. La violencia constituye un género fácil de contar y fácil de vender en el mercado mundial, a causa de su inteligibilidad inmediata. De ahí que, según un estudio, las series televisivas de argumento criminal son el 17 por ciento de los programas que se emiten en Estados Unidos, mientras que constituyen el 46 por ciento de las producciones norteamericanas que se venden en el extranjero[1].

Mostrar el mal sin justificarlo

Hecha esta aclaración, las consideraciones sobre la violencia en los medios se pueden articular en torno a tres temas: el modo de presentarla, la estimulación de la agresividad y la imitación de conductas violentas contempladas en los espectáculos.

El primer tema está relacionado con la dimensión persuasiva de los mass media, que no depende tanto de los puros contenidos, cuanto de la forma de exponerlos. La consideración de la componente retórica de la narración sirve para responder a uno de los argumentos más empleados para justificar los contenidos violentos: el mal y la violencia están en el mundo, y un film, una novela, un servicio informativo no pueden dar una visión falsa o edulcorada de la realidad. En primer lugar, hay que decir que, cuando un relato presenta, por ejemplo, un homicidio, la reacción del lector o espectador puede ser guiada hacia la piedad por la víctima o hacia la simpatía por el homicida, o hacia la indiferencia, el sarcasmo, la ironía, la satisfacción, la complacencia, según cómo se narre el hecho.

Los grandes autores clásicos han sido maestros en una representación no edulcorada del mal presente en el mundo que, sin embargo, mantenía bien clara la línea de valoración a la que adherirse. Dostoievski, como Shakespeare, muestra la fealdad del mundo, pero dejando claro adónde se dirige su simpatía: sus criminales despiertan comprensión, pero nos hace ver por qué son criminales y por qué suscitan nuestra comprensión. No se trata de ambigüedad, sino de claridad en la complejidad. Estos autores y otros clásicos son ejemplos bastante interesantes de una representación profundamente “moral” de un mundo en el cual el mal, la violencia, la inmoralidad están claramente presentes con toda su fuerza, pero descritos de un modo que no se sirve de la violencia para atraer ambiguamente al lector o no dejar claro un orden de valores.

El contexto es decisivo

Consideraciones como éstas hacen pensar que las estadísticas sobre el número de actos violentos representados en la televisión son indicativas, pero no concluyentes. No se puede decir que una película como La diligencia (Stagecoach), de John Ford, sea especialmente violenta, aunque muestre muchos tiroteos y muertes. En cambio, una sola escena de matones urbanos, cargada de violencia y destrucción, puede ser bastante más fuerte, aunque los resultados parezcan mucho menos graves. En efecto, el contexto suele ser decisivo. Un estudio en que se pidió a los sujetos valorar moralmente las acciones de diversos personajes llevó a la siguiente conclusión: “Hemos comprobado que la moralidad de una acción depende de quién la efectúa. La bondad o maldad de la conducta moral, tal como se presenta en la televisión, depende de que la acción sea realizada por un personaje simpático y admirado o bien por un personaje antipático y que inspira desconfianza. Muchos comportamientos que normalmente serían juzgados inmorales –chantajes, homicidio, asalto, etc.- resultan aceptables cuando los hace alguien que goza del favor público”[2]. Por su parte, Albert Bandura sostiene que, en la etapa de formación, la televisión puede promover mecanismos de justificación y de irresponsabilización personal que luego llevan a justificar, con argumentos retorcidos, un cierto uso de la violencia. Esto, naturalmente, sucede con más facilidad en ámbitos socioculturales “bajos”, donde la televisión proporciona gran parte de los estímulos de maduración cultural y faltan los recursos críticos que ofrece la relación con los adultos –incluso porque la televisión está encendida durante las comidas- y con otras formas de socialización.

La responsabilidad de los medios

El segundo tema –la estimulación de la agresividad- tiene que ver con la influencia psicológica de los medios. Se trata de ver si los espectáculos violentos fomentan una tendencia genérica a la agresividad. Digamos de entrada que existe una notable cantidad de estudios que concuerdan en afirmar que así es. Al término de un estudio de seis años de duración, realizado por diversos equipos en cinco países lejanos entre sí, Huesman y Eron concluyen que “agresividad y ver escenas de violencia tienen un cierto grado de interdependencia”, y que “los niños más agresivos ven más violencia en televisión”[3].

Es una dimensión que se suma a la precedente y que no es neutralizada por ella. En otras palabras, pueden existir contenidos cuya ideología no sea violenta, pero que, por la presentación particularmente impresionante de los comportamientos violentos, puedan tener efectos psicológicos negativos, aunque las ideas que proponen no se puedan juzgar como favorables a la violencia.

Tal es el caso, por ejemplo, la película La chaqueta metálica (Full Metal Jacket), de Stanley Kubrik: aunque es contrario a la guerra, puede tener, en especial para el público emotivamente frágil, efectos negativos. Lo mismo puede decirse de Pulp Fiction de Quentin Tarantino, película que es, sin duda, irónica y metalingüística, pero que se presta con bastante facilidad a una contemplación “ingenua” que se deje “informar” por la violencia mostrada, sin que se opere la inversión irónica.

Esto conduce a una reflexión que nos parece importante: hace falta reconsiderar con mucha más atención y responsabilidad el influjo que pueden tener las películas y las series televisivas, algunas de gran éxito. Pensemos, por ejemplo, en casos como el de Raíces (Roots) o en la serie de televisión sobre el Holocausto emitida en Italia a comienzos de los años 80. Junto a un efecto, que quizás es primero, de sensibilización, se corre el riesgo de obtener un efecto secundario, significativo cuantitativa y cualitativamente, de difusión de tales comportamientos violentos, por la sugestión que la representación de la violencia tiende siempre a generar, sobre todo en los sujetos más frágiles. La misma consideración podría hacerse sobre muchas películas, telefilms y miniseries televisivas que pretenden “denunciar”, hacer “tomar conciencia” de algunos problemas sociales ligados a la violencia en algunas categorías de personas.

Los medios no son un simple espejo

Con estas consideraciones, de algún modo, ya hemos introducido el último tema, que es la verdadera y propia imitación del comportamiento desviado visto en el cine o en la televisión. Basta leer con atención los periódicos para descubrir con frecuencia delitos que toman como modelos escenas vistas en el cine o en la televisión: así lo muestran las evidentes analogías y, a menudo, las declaraciones de los propios autores. A veces parecen inspirados en la televisión; a veces, el papel de la representación televisiva parece llegar a ser el de una verdadera instigación. Pensemos en los niños ingleses que mataron a otro, o en los émulos de la película La naranja mecánica (Clockwork Orange) de Stanley Kubrik, o en los del más reciente Asesinos natos (Natural Born Killers), de Oliver Stone.

Son acciones obradas por individuos particularmente frágiles, en algún caso preadolescentes, o en cualquier caso por sujetos ya predispuestos al riesgo de graves desviaciones. Pero aunque la televisión por sí sola no baste para explicar estos delitos y sea una causa más entre otras, no se puede olvidar que entre los factores que incitan al comportamiento gravemente desviado se encuentra también el consumo de espectáculos violentos. El hecho de que también haya causas de otra índole no debe hacer olvidar que ésta –quizás sólo la última pero con frecuencia la desencadenante- es una de ellas.

La eterna duda de si –en la violencia como en otros contenidos- la sociedad imita a los medios o la televisión y el cine cuentan lo que sucede en la sociedad, es una alternativa falsa. Todo contenido violento tiende a producir imitación: cuando un programa televisivo cuenta con detalle y de manera fuertemente gráfica un comportamiento desviado, no refleja simplemente la violencia que hay en la sociedad: la multiplica y la introduce en los hogares de millones de personas. Así se inicia, pues, un círculo vicioso que va de la violencia real a su representación y, de ésta, a nueva violencia real.

Por eso, es preciso disminuir el nivel de violencia presente en los medios, sobre todo –a nuestro parecer- interviniendo sobre la modalidad de su representación: evitando que aparezca subrayada, destacada en primera página, descrita minuciosamente, encarnada en pseudohéroes, convertida en tema de inútiles pseudoencuestas y de inconscientes apologías. Y hay que tener presente que se puede hacer apología de la violencia sin gastar una palabra en su favor: basta la presentación insistente en un medio socialmente incontrolable como es la televisión para hacer así que un criminal se convierta en un héroe; un delito, en una acción admirable.

La violencia de los “reality shows”

En conclusión, a nuestro parecer se puede afirmar que los aspectos negativos de la representación de la violencia pueden ser medidos conjugando diversos factores, que tienen una cierta autonomía: su justificación ideológico-retórica, que deriva de la estructura narrativa del relato; la vivacidad de la representación, que estimula la agresividad produce miedo y angustia; su imitabilidad por parte de personas frágiles, impresionables o predispuestas a las desviaciones.

Por último, la comunicación de masas puede adoptar un carácter violento con independencia de sus contenidos y, en cierto modo, de su misma naturaleza narrativa. Es la violencia de la comunicación excesiva, aquella que anonada al interlocutor forzando los tiempos, empujando al extremo la dramatización de los tonos, pretendiendo colocarse como última y total. Pensemos en el desprecio de la intimidad ajena, la búsqueda de la primicia a toda costa, la complacencia de cierta televisión del dolor, el uso irresponsable de imágenes dramáticas en contextos lúdicos, la falta de respeto de ciertos reality shows que quisieran aventar los secretos privados de sus participantes, la crueldad de ciertas candid cameras... Son algunos ejemplos de comunicación violenta no tanto por sus contenidos cuanto por la modalidad con que se dirigen al espectador agrediéndole, bajo pretexto de informarle, de divertirle, de hacerle reflexionar: ¿golpes bajos de un aparato comunicativo a veces carente de escrúpulos

martes, 18 de diciembre de 2007

Relacion Abuelos, padres y nietos


ABUELOS, PADRES, NIETOS: CÓMO EVITAR LOS CONFLICTOS
A menudo surgen diferencias entre padres y abuelos por la educación de los nietos. Los primeros no siempre están de acuerdo en cómo tratan los abuelos a sus hijos y éstos no aprueban la forma en que sus hijos educan a sus nietos. Fernando Corominas, Presidente de la Asociación Internacional de la Familia -y abuelo experto- nos da algunas claves para evitar o solucionar estos conflictos.

¿Cuáles son los principales conflictos que se plantean entre padres e hijos por la educación de los nietos?
Cuando los abuelos pretenden ejercer de padres en vez de abuelos, saltando por encima de los padres. O cuando los hijos abusan de los abuelos y los cargan excesivamente con la responsabilidad de ocuparse de sus nietos. Es importante diferenciar el rol de cada uno.

¿Cuál es su opinión sobre la figura de los abuelos canguro? ¿Es una figura al alza o a la baja?
La figura de los abuelos canguro está claramente en alza, en cuanto que cada vez se está dando más, ya que la gente mayor goza de mejor salud y la incorporación de la mujer al mundo laboral es ya una realidad. En mi opinión, en muchos casos se produce un abuso por parte de los hijos cargando a los abuelos con una responsabilidad que no tienen por qué asumir. Otra cosa es que se produzcan situaciones de necesidad absoluta, -un accidente, una situación económica insostenible, una enfermedad...- Los abuelos son abuelos, pero no padres. Sólo deben actuar como tales cuando los padres no puedan hacerlo.

¿La figura de los abuelos qué aporta a los nietos y qué debería aportar?
Aporta o debería aportar cariño, cultura familiar, amor a las tradiciones, raíces familiares, experiencia, ternura... No creo que su misión tenga que pasar de ahí. Los abuelos deberían ser un complemento de los padres en la educación de los niños.

Los hijos a veces piensan que sus padres pecan de intrusismo en la educación de los nietos. ¿Cuál debería ser la actitud de los hijos ante la experiencia de los padres?
Está bien que los abuelos aporten en un momento dado su experiencia y su visión de cómo van los nietos, pero nunca actuando directamente sobre ellos sino dirigiendo sus comentarios a los hijos. Comprendo que los hijos se molesten ante un abuelo que pretende suplantarles en la educación del nieto, pero harán bien en escuchar a sus padres si éstos son personas sensatas.

¿Qué piensa que es más saludable, un abuelo muy exigente que declara constantemente lo mal educados que están sus nietos o el abuelo consentidor cuyos nietos son los mejores del mundo?
Por supuesto, me quedo con el abuelo consentidor. Yo diría que los abuelos, por naturaleza están para consentir, precisamente porque son abuelos y no son padres.

Los abuelos, ¿deben ser parte activa en la educación de los nietos o deben limitarse a quererlos? Algunos abuelos dicen “que los eduquen sus padres, yo sólo les veo una vez a la semana...” ¿Es una actitud correcta?
Si se trata de abuelos de los que ven a sus nietos el fin de semana, por supuesto. Los abuelos no tienen que educar a los nietos. Ésta es una responsabilidad de los padres. Ahora bien, si se trata de abuelos que sustituyen a los padres, que cuidan normalmente de sus nietos y por tanto, desarrollan la función de padres, sí deben educar. Pero en este caso no actúan como abuelos sino como padres.

¿Cree que a veces los hijos comprenden y valoran la aportación que los abuelos pueden tener en la formación de sus hijos?
Creo que algunas veces los hijos se olvidan de que sus padres han pasado por todas las situaciones que ellos están viviendo. Aunque los tiempos cambien, hay constantes en la educación que se repiten generación tras generación. Otro tema importante es el de los abuelos como conservadores y transmisores de las tradiciones y cultura familiar, que tiene su grado de importancia.

Los hijos que cargan a los abuelos con el cuidado de sus nietos, ¿abusan de sus padres? ¿Cree que en general éste es un buen sistema para los nietos, o estarían mejor en la guardería al cargo de un profesional?
Efectivamente, pienso que hay muchos padres que abusan de los abuelos. Cada vez más. No creo que encargarse de los nietos como actividad diaria sea función de los abuelos, más que en los casos extremos en los que existan problemas económicos, o de enfermedad... Para eso existen estupendos profesionales en los Jardines de Infancia.

¿Qué importancia tiene la figura de los abuelos en la familia como institución?
Los abuelos significan la continuidad de las tradiciones familiares, incluso de los valores morales y religiosos. Son una figura que complementa a los padres en la educación de los niños y cierra el círculo familiar. Son transmisores de la memoria o la historia de la familia. Convendría escuchar más las viejas historias de los abuelos para conocer mejor las raíces de nuestra propia historia y valorar en todo su contenido la familia como institución.

¿Qué se pierden los nietos que no llegan a conocer o a tratar a sus abuelos? ¿Y viceversa?
Se pierden una experiencia que puede llegar a ser muy gratificante para ambos. La relación entre abuelos y nietos es mucho menos conflictiva que la de padres e hijos, y está llena de ternura. Los abuelos vuelven a su infancia con sus nietos, juegan con éstos y reviven recuerdos felices, se sienten útiles... Los nietos se sienten queridos incondicionalmente, lo cual puede ser muy bueno para su autoestima.